UN TIGRE DE PAPEL
Simón Oviedo, el memorioso, el zafrero del cañaveral, el paracaidista, el constructor de casas de bahareque, el conocedor de plantas medicinales, nuestro Forest Gump, nuestro Edward Bloom, nuestro tigre de papel, ha recorrido pueblos, valles y praderas. Ha caminado la montaña una vez más como Sísifo, un viajero sin maleta. El hombre detrás de las historias y relatos que escuché de niño a mi madre contar infinidad de veces, hoy está de regreso al lugar del que nunca se fue. Mi madre siempre nos contó sus andanzas por la vida; de él, ya no se podía decir más. Nos había contado lo que se puede contar de un hombre semejante.
Viajé a mi pueblo para tomar algunas fotografías y, al verlo, recordé una escena de Cinema Paradiso, una película italiana. La escena es la siguiente: “En una sala de cine, se proyecta una película desde una cabina que se extiende hacia la pantalla a través de la boca de un león de mármol ubicado en la pared. Cuando el niño se asoma por encima de su asiento para mirar asombrado la gigantesca cabeza que escupe películas, el león de mármol ruge.”
La imaginación del niño confluye con la realidad; quizá eso me pasaba con los relatos de mi madre. Al encontrarme de nuevo con Simón después de tanto tiempo, me encuentro a un Simón de paso lento; ya no es el Robinson Crusoe atrevido de las historias contadas en casa.
Al llegar, mi madre promete contarme la última historia de Simón. Yo, un hombre de 32 años, mientras ella calienta mis pies con sus manos y cubre mi pecho del frío, me dice: “A eso de las 4 de la tarde, cuando los últimos rayos del sol se esconden tras las pocas casas de bahareque que quedan en nuestro pueblo, es frecuente encontrar a un viejo Simón susurrar la primera canción que escuchó en su vida.”
«Cuando yo ya me vaya, cuando ya estés solita
Si de veras me quieres, recuérdame, recuérdame
Se muy bien que me quieres, sabes bien que te quiero
Y por eso te digo, recuérdame, recuérdame, no te olvides de mí.»