BREVE RECUERDO DE LA CASA DE MI ABUELO
Antes de que él faltara, su casa siempre olía a madera, a aserrín, a barniz. El sonido de su martillo irrumpía el silencio de la cuadra. A mi abuelo le gustaba que las golondrinas y cucaracheros tejieran sus nidos en los aleros de su casa; aleros que resguardaban al peatón en días de lluvia, andenes que utilizábamos como puertos para nuestros barcos de papel. Aquellas casas que me acompañarían en mi niñez y juventud, casas en donde celebrábamos la vida y también se despedían hermanos, primos, tíos y abuelos. Algunas de esas casas de mi pueblo fueron condenadas al olvido, por una materialidad aparente. Los cielos rasos de barro y boñiga fueron reemplazados por plástico; sus muros ondulantes imperfectos, ahora son paredes lisas que carecen de lo que se denomina en la estética tradicional japonesa como wabi-sabi, que se refiere a la belleza de lo imperfecto, como la vida misma. Salvo la nuestra, que conoce de la bondad y recompensa del saber esperar, que cada vez que regresamos a ella, nos despeina el pensamiento con dulces recuerdos infantiles.
Al cruzar el vestíbulo, mosaicos con formas y tonalidades amarillas son anfitrionas en el zaguán. Muebles de madera y butacas torneadas por mi abuelo, cuadros de tela, la radio siempre encendida, mi abuela en la cocina, la ausencia de mi abuelo en el taller, el aroma desprendido del naranjo al cruzar el jardín; todos estos elementos que componen nuestras casas son el escenario donde transcurren el amor, la muerte y nuestras desgracias. Por donde pasearán y deambularán los recuerdos en nuestra memoria. Si, al llegar el fin de mi vida, me dieran la oportunidad de escoger mi última imagen, esta sería la de la vieja casa de mis abuelos, donde el firmamento asombrado no podrá creer que detrás de esos muros de barro y cal pudiese existir tanta felicidad.